Odiar, lo que se dice odiar, no odiaba nada de ella, porque era una chica deliciosa y divina en casi todos los sentidos. Lo único que me molestaba muchísimo y que a la postre fue la causa de nuestra ruptura fue su desconfianza rayana en lo patológico, una desconfianza que le llevaba a pensar que yo la engañaba con todas, cuando era totalmente falso,
llegando sus celos y suspicacias al extremo de confundirme en cierta ocasión con una especie de gigoló que se anunciaba en una página de contactos, sólo porque tenía un ligero parecido físico con la foto en la que se presentaba. Esto último, que suena tan esperpéntico, fue ya la gota que colmó el vaso…. Pero, bueno, qué se le va a hacer; de no haber sido tan desconfiada y suspicaz, la verdad es que habría sido perfecta: simpática, divertida, original, bonita, ardiente…, lo tenía todo, hasta incluso el hecho de que fuera bajita no me importaba, porque me permitía cogerla en brazos como a un bebé y tenía el encanto de hacernos parecer como el punto y la “i”